domingo, 2 de agosto de 2009

Más anécdotas

Viajo con cierta frecuencia a Alcalá de Henares. El autobús tarda unos cuarenta minutos. Cuando ya se avista el monte Gurugú, la autovía se transforma en un nudo de accesos hacia el polígono de la ciudad y otros lugares. Ahí uno puede volver a cerrar los ojos (aún quedan unos quince minutos para finalizar el viaje) o puede observar por la ventana a una chica sentada junto al quitamiedos de una de las salidas. Es una prostituta: no hay lugar al engaño. La veo siempre que voy, en el mismo lugar. Esperando, haciendo nada. A veces habla por el teléfono móvil. Otras se lima las uñas. Generalmente está quieta, mirando, supongo, a través de sus gafas de sol. Pasando frío, quizás, en invierno, con esa minifalda tan corta que suele llevar.
Hace poco un coche paró y ella fue corriendo hacia él. La única vez que la he visto atendiendo a un cliente.
No querría estar en su pellejo ni tener su profesión. Es más, me gustaría algún día no verla allí. Eso sí, que deje una nota diciendo que está bien, que su ausencia no se debe a una paliza o un navajazo. Que no la han violado impunemente detrás de un almacén. Que se ha ido porque trabaja limpiando oficinas o es dependienta en un supermercado.
Siento que existan las prostitutas, y siento aún más que haya gente que esté de acuerdo en que el cuerpo es una mercancía como otra cualquiera. A pesar de las libertades individuales.